“Hemos sido predestinados,
por decisión del que lo hace todo según su voluntad, a ser alabanza de su
gloria” (Ef 1,11-12)
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Laudem
gloriae, Alabanza de gloria, es el nuevo nombre, que hizo suyo Isabel de la
Trinidad.
Isabel
compartió esta perla preciosa con su hermana pequeña, Guita. En las
confidencias que tuvo con ella, en las numerosas cartas que le escribió, le
abrió de par en par su corazón, le contó su intimidad.
Agotada
por la enfermedad, Isabel escribe para su hermana un tratadito que, más
adelante, la priora de su convento titulará “El Cielo en la Fe”, en el que
describe su vocación de Alabanza de Gloria. Son sus experiencias personales,
sus más profundas vivencias.
Con
profunda emoción, sin apenas fuerzas, Isabel va dibujando sobre un modesto
cuaderno escolar el testamento que deja en herencia a su hermana. Isabel quiere
que, al morir ella, su vocación de Laudem Gloriae la continúe su hermana. “Tú
me sustituirás. Yo seré Jaudem Gloriae ante el trono del Cordero y tú, Laudem
Gloriae, en el centro de tu alma”.
Ser
alabanza de la gloria de Dios, de las huellas de Dios en la humanidad y en cada
ser humano, es también nuestra vocación. La alabanza es la lenguaje que el
Espíritu nos enseña. La alabanza es la respuesta al Amor que nos inunda.
Isabel
nos lanza este reto: Convertirnos en Alabanza de gloria de la Santísima
Trinidad. Nos ofrece pistas para lograrlo. “Seamos, en el cielo de nuestra
alma, alabanzas de gloria a la Santísima Trinidad y alabanzas de amor a nuestra
Madre Inmaculada” (CF 43). Que su cántico nunca se interrumpa.
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